Casi todo niño, en algún momento, fuera suyo o prestado, jugó con un caballito de madera. En algunos casos resultó ser un caballito con todas las de la ley que se mecía de aquí para allá y en otros casos fue un caballito improvisado con un palo de escoba entre las piernas. Fuere como fuere, niños y niñas de mi generación disfrutamos del juego correteando o meciéndonos a nuestro gusto y gana.
La imaginación de un niño es poderosa de modo que, por lo menos a mi, no me era difícil correr mi caballo al estilo de “Hopealong Cassidy”, el vaquero al que nunca se le caía el sombrero, no importa la pateadura que le diera a algún desalmado en aquellos famosos bares en el que todo el mundo jugaba pocker y tenía cara de bobo o de malo. Hasta el día de hoy los bares parecen ser los lugares más populares donde encontrar las mismas caras, además de la consabida camorra, pero como era el caso, en nuestra época ya nos advertían evitarlos.
Puede que las cosas, la vida y los niños hayan cambiado desde la década de los cincuenta pero hay cosas que nos resultan curiosas y hasta aleccionadoras. Es verdad que hoy a ningún niño se le ocurriría andar por ahí con un pedazo de palo entrepiernas y gritando “¡Aaaaaarre caballo!!!” porque, para empezar, parece que a ningún niño le gusta ya correr, saltar y patinar excepto verlo hacer a otros en su Play Station. Pero no era así en mis tiempos. En mis tiempos, los parques eran populares y el que estuvieran llenos, también. Me entristece hoy ver los parques vacíos en muchas comunidades de aquí y de allá. Hoy son simples espacios abiertos, prácticamente abandonados.
Mi generación, al paso del tiempo, pudo darle uso a eso que jugaba. Me explico. El caballito de madera nos permitía gastar energías y utilizar nuestra imaginación que suele ser muy creativa en la niñez. No importa lo encerrado que vivieras, el caballito de madera te brindaba toda la libertad del mundo para recorrer las praderas de tu imaginación. Con el, siempre eras libre. Andar cabalgando te permitía también hacer el ejercicio necesario para el desarrollo sano de un niño.
Lo mismo le sucedía a las niñas. Ellas jugaban a “las casitas y a las mamás y papás”. Mi hermana, por ejemplo, luego que se bajaba de su “caballo”, corría a “la casita”, lugar que papá nos fabricó para que pusiéramos nuestros cacharros y donde ella preparaba las “comiditas” como el café en aquellas tacitas miniatura y las galletitas con los pedazos de masilla coloreada que colocaba cuidadosamente en los platillitos. No faltaba una muñeca, que en caso de mi hermana era una negrita de nombre “Amosandra.” Otra vez, los niños jugaban a lo que probablemente harían cuando grandes. Disfrutar de aventuras, usar la imaginación y conocer los trabajos de llegar a ser mamás y papás. ¡Todo un entrenamiento!
Aunque yo no tuve caballos ni broncas en los bares y mi hermana tampoco tuvo una negrita, usar la imaginación en el juego, e interactuar con otros niños, de una u otra forma nos preparaba para el futuro. No necesitábamos “cosas” para ser felices porque lo poco o mucho que tuviéramos, lo disfrutábamos. ¡Jugábamos hasta que los juguetes se rompieran!
Todos teníamos más o menos lo mismo y se nos permitía gastar todas las energías en la calle, o en el parque, donde conocer a otro niño o niña también nos permitía aprender a conversar, a introducirnos a desconocidos y a intercambiar juguetes sin temor a que nos los robasen. Y en días de lluvia, lo importante era tener el permiso para salir al patio a mojarnos con el agua del aguacero y chasquear con los chicotes el agua que se empozaba. ¡No había nada mejor!
Aquel caballito de madera que introdujo a la niñez a mi generación, permanece en nuestros recuerdos. Ahora que peinamos flores de almendro, nos sigue ayudando a recordar que soñar siempre será posible. Que no hay límites para lo que nuestra imaginación puede crear. Que no importa dónde estemos o en qué condición vivamos, nada ni nadie nos puede impedir soñar.
Si te atreves, te invito, hoy y ahora, a dar una vueltecita juntos, con nuestro caballito de madera en mano, a pasear cabalgando sobre las nubes, hacia las verdes praderas de los días mejores por vivir. Días en el que los viejos serán siempre como niños y los niños nunca morirán de viejos.
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