¡SE CANSA UNO!

Así, con esa expresión en sus labios nos recibió nuestro amigo Pedro Battler cuando visitamos el pintoresco pueblo de Corozal, Puerto Rico. Pedro ya era un hombre entrado en sus ochenta y nosotros unos jóvenes inexpertos en nuestros veinte. Y no era que llegábamos tarde a nuestro encuentro, simplemente era la expresión con la que a menudo vi a Pedro introducirse a la gente. Simplemente te veía y exclamaba “¡Se cansa uno!”

Cuando habíamos pasado juntos varios días de la visita, le pregunté: “Pedro ¿y eso de se cansa uno? ¿qué quieres decir?” Me dijo: “chico es que uno se cansa de todo. No importa quién seas y no importa lo que hagas, con los años y con el tiempo, uno se cansa. ¡Hasta la belleza cansa!, todo te cansa. Al principio lo que parece una novedad, después de un tiempo, se convierte en rutina. Todo cansa y ¡se cansa uno!”

Por aquellos tiempos yo no comprendía todo lo que quería decir aunque sí podía entender parte de su realidad. Pedro, a pesar de su vibrante energía, ya estaba encorvado por padecer de una artritis crónica que había aguzado el paso de los años. Seguramente, luego de sus muchas luchas y vivencias, era comprensible que se sintiera cansado y fuera lo suficientemente franco como para expresarlo audiblemente… aunque todavía con cierta gracia muy de él y a veces, me parecía a mi que también con cierta malicia. Claro, aunque te esfuerces por entender, no es lo mismo ver las cosas desde la perspectiva de un hombre de ochenta cuando tienes 50 años menos. De todas formas, para mi, igual que para muchos otros, Pedro era un hombre valiente, positivo y de gran fortaleza espiritual.

Con el paso de los años y al llegar hasta donde estoy, puedo entender mejor a mi inolvidable amigo. Es cierto, en muchos sentidos, ¡se cansa uno! Y no es que uno pierda el gusto por la vida o que no tenga proyectos hermosos en los que enfocarme, pero, sí te cansas.

Por fuera, te cansas de escuchar “el próximo mes volveremos a la rutina” y al mes siguiente escuchar lo mismo y lo mismo. Te parece que la rutina no volverá nunca y que estaremos de cuarentena en cuarentena por sabe Dios cuánto tiempo. Pero siguen las mismas promesas de los que dicen regir el destino de los pueblos. Promesas que nunca se cumplen y que de hecho, hasta se pronuncian con pleno conocimiento de que son imposibles de cumplir. ¡Oiga! ¡se cansa cualquiera!

Se cansa uno de ver cómo la maldad se las ingenia para, no importa lo que se invente, usarlo para lo malo. Te cansas de ver cómo se tuerce la justicia. Te cansas de ver el “abuso institucionalizado.” Te cansas de ver maltrato, exilio y dolor. De ver cómo lo bueno es malo y lo malo es bueno. Las plagas, o la pandemia, sirve para enriquecer y para empobrecer. Te cansas de las contradicciones y de ver que no solo no aprendemos nada, sino que cada vez sabemos menos. Sí, se cansa uno de seguir montado en esta noria de la vida que promueve todo lo que al final es vanidad.

Pedro Batler era un personaje en el pueblo de Corozal. No había nacido allí pero se ganó el cariño de la gente, que en Corozal no era difícil de ganar. Muchas veces, caminando con él por la calle, escuchaba que al pasar, tal vez desde la otra acera, al verlo, algunos levantaban la voz para mirarlo y decirle, “¡Se cansa uno”! A lo que siempre sonreía y respondía: ¡Sí, se cansa uno!

LO POCO AGRADA Y LO MUCHO, ENFADA

Todo en la vida es cuestión de medida. Mi amigo José Germán Roig me contó, que en Juana Díaz, un atractivo pueblo de Puerto Rico, allá por los años cincuenta, había un dueño de colmado (bodega) acusado de haberle propinado un puño (un golpe) a su cliente. Cuando el juez preguntó por qué había agredido así a su parroquiano, el tendero le dijo que ya estaba cansado de que constantemente lo estuviera alabando diciéndole: “querido dueño del colmado” y que se cansó y le dio un buen puño para que no le llamara más “querido dueño del colmado,” porque lo tenía harto. El juez le dijo que esa no era una razón válida. A lo que el tendero le respondió: “querido juez” es que lo poco agrada y lo mucho, enfada.”

De hecho, dicen que después de decirle al juez diez o doce veces “querido juez,” el mismo magistrado, enfadado, dio un malletazo y dijo: “¡no me diga más “querido juez!” … por lo que al final, salió absuelto de cargos. ¡Hasta el juez se enojó con tanta babosería! Y es que lo poco agrada y lo mucho, enfada.

Es verdad que no hay razón para perder la calma y actuar de esa forma, sin embargo, cuando los halagos no son sinceros, se convierten en palabras que llegan a ser irritantes y provocan que se nos salga “el monstruo” que llevamos dentro (como también dicen en la Isla). Aunque parezca ser un elogio, eso que se dice constantemente, sin sentido, con el único propósito de halagar el oído, se llega a convertir en una afrenta y al final, en una falta de respeto.

Mi abuela Ramona decía en esas situaciones: “¡gracias, pero no me quieras tanto!.” Y es que las palabras ya vienen cargadas de significado, según quién las diga, cómo las diga y en qué momento las diga.

Es como el que se la pasa diciendo “¡gracias a Dios!” esto y “¡GRACIAS A DIOS!” lo otro. A veces, todo el mundo sabe que es de la boca para afuera, pues no siempre el que predica, se aplica y no todo el que calla, falla.

Recuerdo el relato en el que uno de esos religiosos plagados de su propia justicia decía en su oración: oh Dios, te doy gracias porque no soy como todos los demás: extorsionadores, injustos, adúlteros…, ni tampoco soy como este cobrador de impuestos…” era de los que tienen que compararse con los peores porque saben que no pueden compararse con los mejores. No olvido la conclusión de esa historia, pues a Dios no puedes engañarlo: “Porque todo el que se engrandece será humillado, pero el que actúa con humildad será engrandecido.” -Lucas 18:9-14.

Y es que lo poco agrada, pero lo mucho, lo mucho en las comparaciones, lo mucho en pintarse en falsos colores y la mucha palabrería hueca… enfada al más manso de los mortales… y parece que también a Dios.

UN ENFOQUE EQUIVOCADO

Por otro lado, debido a un enfoque equivocado, podríamos restarle méritos al esfuerzo de las personas, pensando que si lo hacemos le quitamos méritos a Dios. Tal vez, la siguiente historia explique lo que quiero decir.

Cuentan que un hombre, un viajero, se detuvo en un campo florecido. Estaba lleno de árboles frutales y bien decorado con flores de colores seleccionados, colocadas en terrazas preciosas. El dueño de la finca estaba, a la sazón, trabajando duro allí mismo. Entonces el viajero le dijo: “Amigo, la verdad que Dios lo ha bendecido con una finca preciosa. ¡Seguro que está muy agradecido al Señor!” El dueño de la finca le contestó: “¡Tiene usted mucha razón. Dios me ha bendecido! De eso no hay duda. Pero tenía usted que pasar por aquí hace dos años, cuando El estaba solo.”

Dos años atrás aquella finca solo daba abrojos y malas hierbas. Exhibía un paisaje desolador. No había nadie que trabajara la tierra. Al natural aquella finca era un desastre, pero, nuestro jardinero comenzó a trabajarla duro con esperanza. Con el paso del tiempo, el escenario fue cambiando. ¡Claro que Dios le ayudó dándole las fuerzas y la voluntad! ¡Dios le regaló la vida para que la usara para provecho! ¡Dios creó aquellas flores y frutas y le dio la inteligencia para ordenarlas y cuidarlas de forma magistral! … pero eso no le quita al dueño de la finca el mérito de su esfuerzo. Entonces, por favor, aprendamos a reconocer el mérito que tengan los demás, con la plena seguridad de que a Dios nunca le podemos quitar el mérito.

Sin embargo, he visto a muchos seres humanos buscar un poco de reconocimiento en sus padres, en sus hijos, en sus maestros, en sus líderes, incluso en sus amigos, para solo encontrar palabras gastadas o alabanzas a medias que no ofrecen un reconocimiento verdadero y sincero. He visto mujeres descuidadas porque sus esposos han dejado de decirles que son hermosas. Han dejado de decirles que están enamorados de ellas. Las mujeres y los niños, los hombres, todos, necesitamos reconocimiento para florecer. Retenerlo es como quitarle el agua a un campo seco.

Estimado lector, aprendamos a regar sobre nuestro semejante, abundancia de palabras de ánimo, concediéndoles el crédito y el mérito que justamente se merecen por algún trabajo bien hecho. Recordemos: lo poco, agrada y lo mucho, enfada. Enfada la falta de perspicacia para reconocer el mérito y aprender a dar el crédito merecido. Enfada no saber cuándo dar alabanzas justas y medidas. Enfada el halago vacío. Enfada ver cómo se marchitan los que deben florecer.

Agrada el que se esfuerza por hacer el máximo dentro de sus posibilidades sin jactarse, sin elevarse sobre los demás, sin buscar su gloria personal … eso, es un adorno que agrada… ¡el adorno que nunca enfada!

Todos necesitamos y merecemos elogios y el crédito por algo bien hecho.

USA EL “MATABURRO”

Tenía un tío catalán que no siempre era el ser más simpático del universo. Aunque estoy seguro de que quería ayudarme, me irritaba mucho que constantemente me estuviera diciendo: “búscala en el mataburro”. ¡Que pesado! Le llamaba “el mataburro” al diccionario. Y cada vez que a regañadientes yo consultaba el dichoso “mataburro,” ¡ahí estaba la respuesta! Tenía que aprender a usar el diccionario o estaba irremediablemente condenado a exhibir las grandes orejas de los burros.

Mi tío le llamaba al diccionario “el mataburro”

Cuando se trata de aprender, muchas veces tomamos el camino más fácil, creo que nos pasa a todos. Me resultaba muy fácil preguntarle a mi tío Germán sobre cualquier cosa. El era un hombre bien educado, médico y por aquellos días se quedaba en casa de mis abuelos en lo que resolvía su estadía en Cuba. Como yo visitaba regularmente a mis abuelos, llegué a tener bastante contacto con él. Recuerdo que le gustaba mucho el balompié y eso me atrajo a pasar algún tiempo con él… aunque siempre estaba un poco tenso con eso del “mataburro”. De todas formas, ese contacto con él por aquella temporada, me enseñó que requiere trabajo y esfuerzo aprender y tío se encargó de que me enterara.

Hoy, nuestros hijos y jóvenes tienen la Internet al alcance de la mano por lo que el aprendizaje requiere mucho menos esfuerzo. Con todo, todavía se requiere sacrificio aprender algo que valga la pena. Se tiene que pasar trabajo y tiempo echando a un lado la información engañosa, incompleta y malintencionada que está allí en la web. Hay que vadear una inmensa cantidad de anuncios e ignorar muchas propuestas y noticias atractivas que solo te desvían de tu cometido. El conocimiento está más accesible pero el aprendizaje sigue siendo un reto.

Nuestros jóvenes deben aprender a llegar a los lugares donde pueden adquirir el conocimiento que necesitan sin perder tiempo y sin entretenerse en otras cosas. Conocimiento limpio y exacto que les ayude a aprender. Este tipo de dificultad no lo enfrentábamos en mis tiempos de estudiante.

Tal vez por lo anterior soy partidario de los libros, me gustan los libros, aunque sean electrónicos. De hecho, si son electrónicos puedo cargar con ellos en mi tableta y leer cuando tengo el tiempo o se me ofrece la oportunidad. Si he descargado en mi teléfono o computador algunas aplicaciones como el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en vez de ir a un motor de internet, voy directamente a mi diccionario electrónico y de forma rápida y segura, obtengo la información deseada. Lo mismo es cierto con relación a información general. Es mejor bajar la aplicación de una encyclopedia que andar por ahí buscando la respuesta. En la mayoría de los casos es mejor ir a páginas ya determinadas por los padres que andar “surfing” que es donde está el peligro en la Internet.

¿Podemos inculcar esta costumbre en nuestros hijos y jóvenes? Usemos a menudo el diccionario y otras obras de consulta electrónica específicas, en vez de andar “pescando”. Incluso hay muchos lugares de conocimiento general que pueden ser útiles y no son para nada peligrosos.

Andar “navegando por la internet” es una pérdida de tiempo además de ser peligroso.

Tío Germán me estaba enseñando a pescar y no se conformaba con darme el pescado con el que resolviera el problema inmediato. Ya él no está en el escenario, pero sus palabras, y hasta el tono en que las decía, me siguen ayudando y pienso que me han ayudado a través de los años. No siempre un maestro simpático es el que te deja la mejor enseñanza. ¿Curioso no? A veces el que no piensas, o inclusive el que no te cae bien es capaz de dejar una marca para nuestro bien.

De modo que aunque tampoco a ti te caiga muy sabroso el consejo. Créeme que es valioso, amigo: Anda, ve y “¡busca el mataburro!”.

LISTADO DE LUGARES SEGUROS PARA ESTUDIANTES

  • https://www.jw.org/es
  • https://www.rincondelvago.com
  • https://www.rae.es
  • https://prezi.com/es
  • https://www.bibme.org
  • https://www.britannica.com

Tiempos de robles y tiempos de palmeras

Crecí en una isla hermosa llena de palmeras y cocoteros. También crecí acostumbrado al sonido de la palabra “huracán.” (Una voz indígena, concretamente maya, que viene del nombre del dios caribeño del mal, llamado hunracán). Quienes hemos experimentado la fuerza de uno de estos fenómenos atmosféricos, también sabemos la inmensa resistencia que tienen las palmas para capear las tormentas. No importa si son cocoteros o palmas reales, las palmas son un ejemplo de aguante del que podemos aprender.

La palma, como sabemos, cede al viento y se inclina a su favor más y más, tanto, que a veces piensas que se parte, ¡pero no se parte! Resiste. ¿Te has fijado en las hojas de las palmas? Sus hojas son abiertas lo que permite que el viento pase entre ellas. Si el viento es muy fuerte las deja todas despeinadas pero ellas permanecen. Cuando termina la tormenta, ahí quedan, inmovibles ejemplos de persistencia.

En esta foto tomada de las noticias de los canales 12, 3, 11 se muestra claramente cómo un longevo árbol de eucalipto cae vencido por una tormenta, mientras detrás se observan las palmas que permanecen en pie.

¿Qué ayuda a las palmas a soportar toda esa fuerza? Su habilidad para ceder, para inclinarse frente a lo que no puede enfrentar. Ahí también radica nuestra fuerza. A nuestra habilidad de ceder, en vez de mostrar oposición, cuando lo sabio y perspicaz es precisamente ser flexibles. No podemos combatir lo que es más poderoso que nosotros mismos… sería una batalla inútil. La palma decide sobrevivir y nosotros podemos hacer lo mismo.

Si hay que enfrentar la ferocidad de una pandemia debemos estar listos y ser flexibles. Si tenemos que enfrentar una enfermedad, también podemos ser flexibles y no desesperarnos ante lo que no podemos cambiar. Se trata de resistir. Si hay que cambiar una meta o reconstruir un sueño, haremos eso para permanecer en pie.

¿Significa lo anterior que debemos ceder a toda la fuerza que se ejerza sobre nosotros para salvar el pellejo? ¡Por supuesto que no! Flexibilidad y ceder no tienen nada que ver con ser flojos, aprovechados o pusilánimes. Más bien, ser flexibles tiene que ver con aprender a capear las tormentas, ajustar las metas y reconstruir los sueños. Hay tiempos en la vida en los que debemos aprender a ser palmeras pues solo así sobreviviremos.

Sin embargo, hay otros tiempos en los que debemos comportarnos como robles. Firmes, macizos, de raíces profundas y resoluciones inamovibles.

No es fácil mantener un equilibrio sano entre la flexibilidad y la firmeza. Todos, de tanto en tanto puede que nos inclinemos a un lado o al otro por multitud de factores. Sin embargo, esa no debería ser la regla general ni el patrón de nuestra vida. Si bien debemos ser flexibles, también en cierto que hay tiempos para ser robles. Bien dice el sabio en el libro de Eclesiastés “Para todo hay un tiempo determinado; hay un tiempo para cada actividad bajo los cielos.”

¿Cuáles son esos tiempos? Los tiempos en que nuestra integridad personal se ponga a prueba. Los tiempos en que nuestra fibra moral se somete a presiones semejantes a tormentas, los tiempos en los que no debemos permitir que se nos hostigue emocional, sexual o físicamente. Tiempos en que se nos abuse verbalmente o se amenacen los valores que nos distinguen.

Ser flexibles, cuando se pueda, ser inmovibles cuando se deba, ese es el gran secreto de la vida. Ahí es cuando son importantes las raíces, las convicciones, las determinaciones no negociables. Por no negociables nos referimos a las que ni bajo amenazas estamos dispuestos a cancelar.

La integridad, estimado amigo, existe. Estamos rodeados por ella. Es lo que distingue a las estrellas allá arriba, a la naturaleza aquí abajo, a las leyes que rigen la gravedad, los movimientos del viento y la que impide que el mar nos inunde. Estas leyes son integras, incambiables. Y hay millones de seres humanos igualmente confiables e inmovibles en sus creencias. El holocausto fue un ejemplo de eso. Miles murieron por lo que eran, homosexuales, malhechores comunes, o judíos, odiados simplemente por no ser alemanes. Pero otros, incluso alemanes de nacimiento, murieron por ser como robles, murieron no por lo que eran, sino por lo que creían. Ejecutados por su integridad, sus tumbas todavía gritan: “no lograron doblegarme.”

La integridad y la flexibilidad persisten. Las palmas y los robles, también. Tu y yo tendremos tiempo para ser palmeras y enfrentamos tiempos para demostrar ser robles. De ambos, tu y yo tenemos un poco.

En la Universidad de Puerto Rico (UPR) dando una conferencia sobre el Holocausto a estudiantes del colegio de Humanidades.