Sigo sin acostumbrarme

Este es el primero de una serie de artículos relacionados a la oratoria pública.

Soy orador público desde mis 18 y estoy por cumplir los 75 años de edad. Actualmente pronuncio dos o tres discursos semanales. He pronunciado miles de discursos durante el transcurso de mi vida y puedo decir con franqueza que sigo sin acostumbrarme. ¿Le sorprende?

Hablar en público no es algo que nos nace naturalmente a la mayoría de nosotros. Para empezar no es algo que puedes llegar a hacer mecánicamente, como montar bicicleta o manejar un automóvil, por lo menos no lo es si quieres llegar a ser un buen orador o motivador.

Un discurso público no es como una canción que te memorizas y repites acompañado de una melodía pegajosa. No es una obra de teatro en la que compartes el mismo escenario con un grupo de personas que te motivan, te acompañan y dictan el paso de la obra. Tampoco es un acto de circo en el que cada paso está mecanizado a la perfección. La oratoria pública es diferente porque se trata de una sola persona que pretende transmitir una idea sin otros elementos que no sean su persona, su mensaje, sus ademanes y su voz. Y cada uno de estos elementos tienen igual importancia en el éxito de su cometido.

Una charla breve o un discurso a personas con el mismo interés representa un reto diferente que quién da un discurso a un auditorio mixto con un tiempo limitado. La oratoria pública puede presentar retos variados.

Se ha dicho que el arte de la oratoria pública es uno de los más difíciles de dominar. ¿Estás de acuerdo? La verdad es que aunque lo hayas hecho muchas veces, cada vez que hablas en público te enfrentas, no solo a temas diferentes sino a situaciones diferentes. El local no va a ser siempre el mismo, es muy probable que la asistencia sea diferente y si lo pronuncias en un estado o país distinto la cultura de los presentes va a ser variada y aunque todavía hables español te presentará retos insospechados. Y final pero no menos importante, tal vez observas que la iluminación del salón es inadecuada o el sonido sea de pobre calidad. Puede ser que la plataforma se hunda un poco cuando la pisas y eso te hace sentir todavía más inseguro. Llegas al atril y es enorme e incómodo de modo que lo echas a un lado. Entonces de percatas de que tus retos no han terminado.

Tal vez son pocos los que asisten y esperabas más personas, o sucede lo contrario, esperabas menos personas y el auditorio se llena a tope. Todo esto tendrá un impacto en tu estado de animo, en tu afluencia y en tu concentración. Cuando llega la hora, te llenas de valor y haces lo que puedes.

Dale Carnegie, uno de mis escritores favoritos, y un gran motivador, dice algo con lo que todos los oradores públicos podemos concordar al cien por cien. Escribió: “Siempre hay tres discursos, por cada uno que realmente diste. El que practicaste, el que diste, y el que quisiste dar.” En este primer artículo quisiera repasar de forma breve estos tres puntos que nos presenta Carnegie.

El que quisiste dar

Seguramente la experiencia te ha enseñado que no puedes adherirte a un pedazo de papel si quieres conquistar la mente y el corazón de tu auditorio. Tienes que aprender a soltarte y a hablar con sazón desde el corazón. Sin embargo, eso no quiere decir que no debes tener buenos apuntes, buen bosquejo o incluso si lo prefieres, un buen manuscrito que te permita flexibilidad. Cuando todo ese ejercicio se ha hecho podemos decir que ese es el discurso que quisiéramos dar.

El que practicaste

Cuando practicas un discurso seguramente piensas en el tono de voz que debes usar, cuáles son tus puntos principales y cómo vas a destacarlos. Claro, como estás contigo mismo, mucho de lo que dices lo musitas o lo dices en tono bajo como para ti. Ni se te ocurre practicarlo en voz alta porque tal vez no tienes la privacidad para hacerlo y no quieres interrumpir la vida cotidiana de tu familia. Hay algunas frases que dices en voz alta a ver cómo te suenan pero en realidad esa práctica es solo un ejercicio mental y al fin y al cabo, superficial. Debido a esto, muchas veces lo que practicas no se parece en nada a lo que finalmente te sale por la boca “a la hora de los mameyes” -como dice un buen amigo mío. De hecho, puede ser que al terminar tu discurso ni siquiera tengas una idea de lo que finalmente dijiste.

“El que realmente diste”

En el auditorio de la Universidad de Puerto Rico.
El tema: “El Holocauso ¿lección olvidada?

El discurso que finalmente pronunciaste no es el que practicaste ni el que creíste que ibas a dar, ¡fue el que te salió! Sí, tal como Carnegie profetizó que te sucedería. Si en realidad quieres saber lo que sucedió será preguntando a un asociado de confianza que te acompañó al evento y te escuchó. Alguien que sabes que es capaz de decirte la verdad que no quisieras escuchar.

De todas formas, la experiencia te puede ayudar mucho a determinar cuáles fueron tus puntos fuertes y cuales debes mejorar. Y no importa tu habilidad o tu experiencia, recuerda esto: siempre podemos mejorar nuestra oratoria, siempre.

Estoy seguro de que muchos que tienen más habilidades y mejores dones de oratoria que yo, concuerdan con el mismo sentimiento que acabo de compartir. Si respetas a tu auditorio, si deseas animarlo, enseñarle algo de valor o exhortarlo para que hagan algo con entusiasmo, siempre irás nervioso al podio, a la plataforma o a la tarima. Si te sucede, bienvenido al grupo de los que decimos “todavía no me acostumbro.”