El romance de nuestra niñez.

Los seres humanos tenemos la tendencia de mirar al pasado y verlo de forma un poco, digamos, romántica. Especialmente cuando se trata de nuestros días mozos. No es raro que de tanto en tanto hagamos una remembranza de sabores, lugares, perfumes y vivencias compartidas con nuestros seres queridos. Casi siempre hacemos esto en un ejercicio de tendencias positivas o, en otros casos, experiencias aleccionadoras. Sin embargo, solemos pasar por alto los momentos de frustración, necesidad, dolor y verguenza. De ahí que muchas veces nos escuchemos decir: “que lindos eran aquellos tiempos.”

Pero ¿decimos toda la verdad? Muchas veces no. Y no lo hacemos por malicia, es que nuestra memoria despojó de todo valor práctico los pensamientos tristes, duros e inútiles para reemplazarlos por los buenos que también nos reportaba la vida de aquellos días. Sin embargo, si de alguna manera tuviésemos a nuestro alcance un dispositivo que nos llevara al pasado instantáneamente, es probable que no pasáramos más de media hora en el lugar y en el tiempo que nos es tan añorado. Y la verdadera razón es, que la vida, ni era tan agradable ni tan romántica como hoy la solemos recordar.

Nací a finales de la década de los cuarenta y me crié en la Habana Vieja a finales de la década de los cincuenta. Suelo recordar los carros de madera que se paraban en las esquinas con aquellos enormes purrones de cristal, llenos de aquel delicioso jugo de sandía, coco, piña y tamarindo del vendedor ambulante de la esquina. Había vasos de a tres centavos y vasos de a cinco centavos. Echaba el jugo en el vaso utilizando una de esas cucharas soperas grandes y al hacerlo, en aquel tiempo, me parecía que el zumo brillaba a trasluz del sol de la tarde. ¡Que delicia! Solía disfrutarlo algunas tardes de la semana cuando visitaba a mi tía Amparo que vivía en la calle Muralla. Aunque suelo romantizar el pensamiento, hoy, no me explico cómo bebía de aquel jugo servido en vasos de plástico. Dije “vasos de plástico” al que se le daba un chapuzón en agua de jabón para que quedara limpio para el próximo cliente. Si mi mamá hubiese sabido que me daba esas escapadas con Amparo, ambos hubiésemos tenido problemas, pero, ambos supimos guardar el secreto.

Recuerdo los “Sundaes” de chocolate de la Cafeteria Universal a poca distancia de donde vivían mis abuelos. Jamás he podido olvidar el sabor del caramelo que los cubría a la perfección. Aquel helado suave, servido en aquel vaso espigado con cuchara extra larga, pasaba por mi garganta como ambrosía del cielo. ¡Nunca quedaba satisfecho con aquel regalo de diez centavos!

Al transportarme a estas vivencias del pasado, ya distante en mi memoria, es imposible recordar todo lo malo que sucedía a mi alrededor ni cómo el país se hundía en una revolución que no solo afectó, dividió y rompió mi vida y mi familia, sino la vida y las familias de millones de personas. La violencia, las bombas en los cines, el terror y la persecución. El asesinato en la calle del que fuí testigo desde el balcón de la casa de un amigo, se lanza veloz a un lado, cuando pienso en el romance de mi juventud, de mis travesuras, de mis amantes padres, de mi hermana querida y de mi ignorancia.

Exprimo mis recuerdos una y otra vez, solo para recordar lo bueno, y es probable que tu hagas lo mismo. ¿Quién en su sano juicio quiere deleitarse en crudas realidades?  Con todo, siendo sinceros, el pasado de ninguna manera fue mejor que el presente, pero en nuestro romance, solemos verlo con exclusivos buenos ojos. ¿Por qué será?

Será porque anhelamos ver a los que hemos perdido en el sueño. Será porque recordamos el terruño que nos vio nacer y los olores, sabores y palabras de mamá, de los amigos, de la energía de la niñez y de la juventud. Será porque el presente siempre es tiempo de correr, de afanarnos y de ganar el pan. Todo parece pasar por nuestro lado muy rápido y no es hasta mañana que tenemos tiempo de mirar atrás al ayer. Con todo, el presente, igual que el pasado debe verse con ojos nobles y no con ojos ciegos. Debe verse con paciencia y no con ligereza. Esto es algo que debemos aprender.

Hoy estamos vivos y demos las gracias a Dios por eso. La vida, la vida nos lleva por donde nos lleva. El mañana, bueno, malo o regular, ya pasó. El futuro queda adelante de nosotros y es allí que debemos mirar con esperanza, sin darnos cuenta que el día de hoy pronto se convierte en el ayer.  Que jamás los días vividos se aparten de nuestra conciencia, de nuestras memorias y de nuestros mejores recuerdos. Esos mejores recuerdos nos impulsan hoy a vivir, a sonreir, a dar y a compartir lo mejor de nosotros. Lo mejor de nosotros hoy serán nuestras felices vivencias del mañana. Vive el hoy y no olvides que por él será posible que recuerdes feliz, tu mañana.

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